28 de outubro de 2010

Too mach! nº7 HACIA LAS IX JORNADAS DE LA ELP




MADRID

20 Y 21 DE NOVIEMBRE DE 2010

Círculo de Bellas Artes

Too Mach!

Conclusiones, ideas y problemas.

Hacia las IX Jornadas de la Escuela Lacaniana de Psicoanálisis “Los hombres y sus semblantes”

Número 7

Responsable: Gustavo Dessal

Editorial

¿Cómo se elige el sexo? Cuestión verdaderamente problemática. Desde hace algunas décadas, la cirugía puede cambiarlo como respuesta a una demanda. Eso demuestra que, más acá de la anatomía, hay un sujeto. En el fondo, la verdad del transexualismo es la elección: el sexo se “declara”, decía Lacan en El saber del psicoanalista. Nos lo explica muy bien Araceli Fuentes, mostrando que para Lacan la polaridad hombre-mujer se desplaza hacia la opción entre el todo y el no-todo respecto de la función fálica. ¿Y cómo se sitúa el sujeto en una u otra posición? Allí es donde reside la complejidad del asunto, y la respuesta se bifurca. En Lacan hay al menos dos formas de abordarlo: el determinismo freudiano (especialmente explorado en el Seminario IV “La relación de objeto”), o la “decisión del ser” que incumbe a una elección de goce que no responde al significante amo. Posiblemente no se trate de escoger entre una u otra versión lacaniana, sino de conjugar ambas, lo cual no es sencillo. Articular la determinación edípica (el deseo de la madre y su transmisión o recusación del Nombre del Padre) y el modo en que un sujeto se autoriza por sí mismo como ser sexuado, es todo un desafío para el psicoanalista.

Lo que sin duda insiste es el misterio de la diferencia, la llamada de la Otra cosa entrometiéndose en el principio del placer, que, para hastío del deseo, siempre anhela lo mismo. Es lo que le pasaba al Papa Clemente VIII, que se cansó de comer faisán al horno todos los días. Aunque parezca mentira, de la mano de esta historia y de un vídeo (tranquilos, se trata de otro vídeo) Juan Carlos Tazedjián nos introduce al “amor después”. Ahora resulta que con esto de ser modernos, hasta los viejos se aprovechan, y sueltan a la patrona de toda la vida para demostrar que la novedad puede obrar más milagros que el Viagra. Es algo que siempre se ha sospechado, pero la entrevista pretende dejarlo bien claro.

La diferencia sexual: el psicoanálisis ha hecho de ella el alfa y el omega del sujeto, y no por azar, sino porque la asociación llamada libre demuestra todo el tiempo que es siempre en esa misma espina donde el hilo de la historia se engancha y se enreda. Fíjense, si no, en el pequeño recuerdo del paciente de Juan Pundik. Cada uno encuentra la diferencia a su manera.

Francesc Roca y Juan de la Peña se abocan de lleno a la cuestión del hombre y la paternidad, tema que Ana Lía Gana ya inició en números anteriores. ¿Ser hombre implica devenir padre? Francesc Roca nos invita a reflexionar, bajo la guía de algunos textos de Eric Laurent, sobre la célebre frase de Lacan en RSI: “Un padre es digno de amor y respecto...etc.”. Interesante lo que Lacan nos sugiere allí: medir al padre por su condición de hombre, y no al revés. “¿Qué es el hombre más allá del padre?”, se pregunta Juan de la Peña. Lean su investigación, casi detectivesca, surgida a la luz de su propio advenimiento a la paternidad, y vean el fruto de su afán etnográfico: nos descubre un nuevo espécimen de padre, una suerte de híbrido surgido de esa conjunción de corrección política, ideología de la igualdad de géneros, y derretimiento de los significantes amos. “Se buscan abuelos”, titulaba el escritor Heinrich Böll a uno de sus cuentos. Ahora habrá que retocar el anuncio: sobran madres.

¿Qué le habrán visto a Brummell para convertirlo en paradigma del “heroismo viril”?, indaga en su artículo Claudine Foos. De paso, nos regala algunos recuerdos sobre los hombres de su familia, y una sentencia de su suegro que merecería figurar en los planes de estudio del Instituto del Campo Freudiano.

Lo mejor de todo es que, gracias a estas Jornadas, podemos hacernos una idea más cabal de lo que les gusta a las psicoanalistas. No cualquier hombre consuena con su inconsciente, así que desde esta Redacción recomendamos estudiar sus textos cuidadosamente. Ellas dan pistas por todas partes, de modo que ya no valdrá escudarse en el “eterno femenino” para decir que nadie puede saber lo que quiere una mujer. Para no ser objeto de anatemas, apresurémonos a decir que los colegas (ellos) no se quedan atrás a la hora de mostrar algunos de sus ensueños.

Palabra de amor, palabra de honor. José Rubio se las ingenia para asegurar que, además de los escotes, a los hombres también les interesan las palabras, y que la ternura forma parte de sus virtudes potenciales. Estamos plenamente de acuerdo con él. Para llevarla al huerto, el hombre debe saber cosquillear el fantasma de ella con palabras: con lo otro no alcanza.

¿Qué mejor final para este número que la bellísima ilustración del genial Manara, a propósito de Anita Ekberg en “ Bocaccio 70”, el inolvidable film de Fellini? Observen al hombre pasmado, empequeñecido, con sus atributos fálicos (sombrero, paraguas y maletín) paralizados ante la inmensidad de la mujer. Su goce (el de ella) es más grande, ironizaba Lacan. Y Manara no cesó de dibujarlo.

Gustavo Dessal

La elección del sexo

por Araceli Fuentes

Cuando Lacan afirma “Ellos pueden elegir” con relación al sexo, no está hablando de ningún libre albedrío, el uso del término “elección” parece paradójico con respecto a lo que es la idea común de que hay determinación del sexo, ya sea que se atribuya

a la naturaleza o a la cultura.

En cualquier caso, si hay elección del sexo se trata de una elección forzada entre dos únicas opciones: el todo y el no-todo fálico, y de esta elección el sujeto no es el agente. ¿Quién elige, entonces, el sexo?

En su seminario “Les non dupes errent”, Lacan afirma que el ser hablante como ser sexuado se autoriza de sí mismo, los sujetos se ven empujados a ello porque el inconsciente dice mal el Sexo, solo conoce el Uno fálico y desconoce por completo el Otro, de ahí que digamos que el inconsciente es homosexual o, como decía Freud: que hay una sola libido.

Autorizarse de sí mismo quiere decir que, en lo que respecta al sexo, el ser parlante no se autoriza ni del semblante, ni del Otro, ni de los ideales, ni de las prescripciones que vehiculiza el discurso, si no de sí mismo.

¿Qué significa autorizarse de sí mismo como que ser sexuado?

El sí mismo en cuestión no es el yo, tampoco es el Otro, el sí mismo del que se trata son las respuestas de su goce, es decir, las que pueden situarse o bien del lado todo fálico o bien del lado no-todo fálico, las que deciden el sexo del ser que habla, lo que supone que, a nivel de la sustancia gozante ( no del plus de goce), el goce es imposible de comandar por parte del sujeto; más bien, al contrario, es el goce el que comanda los efectos sobre el sujeto. Por ello es imposible educar el pene, éste tiene sus caprichos, tampoco es posible educar el orgasmo femenino. Así, pues, autorizarse de sí mismo como ser sexuado quiere decir también que el goce del ser hablante vivo y sexuado escapa al mandato de cualquier forma de significante amo.

Más allá aún.

por Juan Pundik

Más allá de Freud, el propio Freud de 1895 a 1939, y luego Lacan. Más allá de Lacan, el propio Lacan desde su Seminario 1 hasta el final de su última enseñanza, y Miller. Y más allá, Aún, nuestra clínica cotidiana intentando actualizarse al vertiginoso proceso de cambios de la sociedad en la que vivimos y en consecuencia a la de quienes nos consultan acuciados por los nuevos síntomas, manifestaciones pulsionales y fantasmáticas a través de los cuales esos cambios se van manifestando.

Del Lacan de las estructuras clínicas fijas del Seminario 3 y de Una Cuestión preliminar…pasamos al Lacan de la lógica del no-todo y al de la clínica de los nudos borromeos del Seminario 19, y ya no-borromeos de los Seminarios 22 y 23, a la forclusión generalizada del Miller de El hueso de un análisis y a los inclasificables de las reuniones de la ECF. A las psicosis ordinarias, las compensadas, las suplementadas, las no desencadenadas, las medicadas y las no medicadas, las en terapia, las en análisis, las que evolucionan, las sinthomatizadas, pero también los psicóticos que hacen transferencia y los que no. Y, en consecuencia, vuelta al Lacan del caso por caso y de la lógica del no-todo. ¿No todo psicótico, no todo neurótico?

¿Y lo masculino y lo femenino? ¿Todo masculino, todo femenino? ¿Y la homosexualidad y la heterosexualidad? ¿Todo homosexual, todo heterosexual? La clínica se complejiza, los analistas nos vemos abocados a desarrollar más creatividad e inventiva que nunca para abordar los retos que nos plantea la actualidad. Y continuar haciéndonos más preguntas que dándonos respuestas. A mi pregunta: “¿Cuándo descubriste las diferencias sexuales?”, un paciente adulto contestó sin dudar: "Tengo la escena presente como si fuera hoy. Nos estábamos duchando mi padre y yo en el vestuario del gimnasio, y me sorprendí de lo grande que la tenía él en comparación con la mía." ¿Será esa la diferencia sexual para muchos obsesivos? ¿Habrá otra para algunos? ¿Qué escuchamos cuando escuchamos? ¿Al otro, al Otro o a nosotros mismos?

Preguntas sobre la paternidad

por Francesc Roca

Tantas veces como he leído en la presentación de las IX Jornadas de la ELP los ejes con los que se quiere ordenar las ponencias, el término “modalidades de la paternidad” me ha resultado problemático si entendía el término “modalidades” como sinónimo de manera de hacer algo, ya que la paternidad parecía entonces limitada a un ejercicio, a una actividad que se expresa de tal o cual forma, de distintas versiones de la paternidad con las que podría confeccionarse un catálogo. Algo parecía quedar elidido en la formulación.

Por ello, decidí tomármelo en serio y, después de buscar en el Diccionario de filosofía de Ferrater Mora, acabé recalando en la Crítica de la razón pura, donde Kant distingue respecto de los juicios, es decir del “conocimiento mediato (no dependiente de la experiencia sensible, por tanto) de un objeto y, consiguientemente, una representación de una representación del objeto”, 3 modalidades: asertólicas (juicios que consideran la afirmación o la negación como algo real); apodícticas (juicios que consideran que algo se concibe como necesario); y problemáticas (juicios que consideran algo como meramente posible). Así “los juicios cuya relación constituye algo hipotético (si se es hombre, se puede ser padre, podemos decir) e igualmente aquellos en cuya relación consiste el disyuntivo (u hombre o padre, podemos decir) son todos meramente problemáticos”.

Ello nos lleva a una primera cuestión: respecto del hombre, en su relación con el falo, ser padre ¿es un juicio de existencia, un en-sí del hombre respecto de su capacidad genitora; o un juicio de atribución, es decir, el reconocimiento de una cualidad, de una función, de un modo de relación con el falo? La respuesta a esta pregunta no es tan evidente puesto que, para que un hombre se reconozca como padre, hace falta un tercer elemento con el cual el hombre mantiene una relación de contingencia: el hijo, aunque la posibilidad de uno, el hijo, no remite necesariamente a la posibilidad del otro, el padre.

Lo problemático de esta contingencia fue reconocida ya por el derecho natural que contrapuso un principio de derecho, es decir algo frente a lo cual no podían establecerse pruebas de su contrario (mater semper certa est) a una incertidumbre (pater semper incertus est). Por tanto, este elemento contingente de la paternidad, el hijo, lleva aparejado un elemento con el que mantiene una relación de necesidad, la madre, si bien la ciencia, y más en concreto el ADN, ha transformado a su vez la incertidumbre de la paternidad en otro principio de derecho ya que puede establecer también la paternidad de forma irrefutable reduciéndola así a la mera capacidad fecundativa puesta en acto. ¿Permite ello plantear como equidistantes la función de la maternidad y la función de la paternidad?

La respuesta a esta pregunta me lleva a lo que E, Laurent, en un texto que ha sido una de las referencias importantes en la preparación de este trabajo. “Un nuevo amor por el padre”, señala como ficciones jurídicas de la paternidad, ficciones jurídicas que vienen a desplazar a los antiguos ideales ya que la ley del padre, ley asumida individualmente, se transforma en una ley desde fuera que reduce el padre al esperma y transforma la paternidad en una sanción legal, en su acepción más próxima a la de multa.

Así pues, resulta problemático, muy problemático pensar la paternidad como juicio de existencia. Desde un punto de vista irónico, para comentar las dificultades de este juicio basta con leer el pasaje de Los diarios de Adán y Eva de M. Twain en el que Adán se enfrenta con absoluta perplejidad al nuevo ser que Eva ha traído, y que dice haberse encontrado en el bosque, dado que el encuentro se produce antes de que Eva coma la manzana y la muerte entre en el paraíso.

Veamos entonces la paternidad desde el punto de vista de un juicio de atribución. La primera pregunta que se plantea es quién realiza este juicio de atribución, quién atribuye a un hombre la cualidad de padre. De nuevo la respuesta no es evidente, ya que nos encontramos con distintos aspectos de lo que Lacan llamará versiones del padre, lo que nos lleva a considerar el padre como una función, como un para todos opuesto a la existencia, a la singularidad.

Para apuntar a lo que considero esencial de esta cuestión tomaré una cita de Lacan recogida por E. Laurent en el texto citado: “Un padre no tiene derecho al respecto, ni al amor, salvo que dicho amor, dicho respecto esté (…) père-versement orientado, es decir que haga de una mujer el objeto a de su deseo. Pero lo que una mujer a-coge así, no tiene nada que ver en el asunto”.

Partiendo de esta frase de Lacan, podemos plantear la cuestión desde otro punto de vista. Del lado del hombre encontramos una convergencia entre ser hombre (para una mujer) y ser padre que, a su vez, tiene dos versiones, dos père-versiones: padre es el que da un hijo a una mujer; y padre es el que, sosteniéndose como semblante de la ley, separa de manera adecuada al hijo de la madre. Así pues, ser padre no es una norma, es un acto “lo quiera o no” dice Lacan, es decir, ajeno a su voluntad.

En este sentido, como señala E. Laurent en otro texto, “El niño como reverso de las familias”, podemos entender al padre de familia como “el sueño del neurótico que, para inscribirse en el Otro, quiere ser de este modo garantizado”.

Del lado de la mujer, por contra, encontramos una divergencia entre feminidad y maternidad. Si la feminidad Lacan la sitúa del lado de la mascarada en la renuncia de su goce Otro, de su singularidad, lo que le va a permitir una identificación simbólica al falo (ser el falo de Otro, ser su objeto de deseo), es del lado de la maternidad del que se articula la demanda de objeto que reduce el falo imaginario a su utilidad seminal.

Es en este aspecto que al hombre, en su función de padre sostenido por el deseo de la madre, se le presentan los dos aspectos del padre freudiano: el padre del tótem, el padre Dios y el padre de la castración en el cual se da la dualidad entre privar (padre simbólico, NP) y no dar (padre imaginario).

Si el padre, en el ejercicio de su función de padre se identifica a esta función paterna, todo padre es Dios, nos encontramos con el padre de Schreber ya que sin asesinato del padre, todo NP es apócrifo. Por ello, “Deducimos que la principal virtud del padre es no identificarse con la función. Debe cuidarse y atenerse a la contingencia de su encuentro con la mujer a la que convirtió en madre a causa del entrecruzamiento de los objetos-causa de cada uno”.

Vemos hasta aquí que difícilmente puede desligarse la función paterna de la función fálica dependiendo el aspecto del primero, el padre como función, de los avatares de dicha función fálica.

Hasta aquí he querido trazar una visión general de la función paterna. Pero, ¿qué ocurre cuando la función fálica se limita a “tener el falo”? Entiendo que, si la castración depende del Discurso del Amo, donde ser y tener el falo están en constante dialéctica a causa de la castración, en el Discurso Capitalista la función fálica queda limitada a “tener el falo” debido a que en dicho discurso no hay otro que de forma a la función fálica mediante el deseo, con lo que dicho deseo queda limitado a la voluntad de tener y a la accesibilidad a aquello que se quiere tener.

Por ello, podemos preguntarnos si, en este contexto y respecto de la relación madre-hijo, la palabra “padre” fija algo o ya no fija nada. Así, como bien señala E. Laurent en los dos artículos que he citado, podemos pensar que en las nuevas formas de familia, reguladas por la ley social, la paternidad ha quedado reducida a un ejercicio, responsable y negociado por contrato en los términos que la ley marca. Podemos preguntarnos, pues, si ser padre ha quedado reducido a una nueva mascarada al estilo del padre de Juanito, que sólo acertó a “educar” a su hijo.

Los «hombres-mamá»

por Juan de la Peña

Ciertamente, puedo imaginar. Pero no basta. Me cuesta comparar al hombre de hoy con el de hace uno, dos o veinte siglos. Me refiero a ¡pensar la hombría! Supongo que hay cosas que nunca cambian. Aunque también hay otras que evolucionan para nunca volver a su origen. Me resulta más sencillo observar cómo somos los hombres hoy en día, pues no me convencen los argumentos, aunque muy cabales algunos, de lo que fue y será el macho. Prefiero quedarme con lo invariable. ¡Lo invariable del macho! Pues a veces vemos cambios donde no los hay. Al menos no en sustancia, aunque puede que sí en apariencia. Hete aquí que creo haber llegar a algo, quizá una solución al impasse que procuran mis contradicciones. La apariencia. Esta palabra me ha resonado más allá de la escritura. Vuelvo a ver a aquel hombre que vestía un traje sobre otro traje y sobre éste, un jersey y otro jersey, y por encima un abrigo y otro abrigo… ante semejante indumentaria, alguien dijo, quizá fuera un sabio. Donde hay poco hombre, toda vestimenta es poca. Es verdad que en lo que respecta al ser, la apariencia es un grado, y nada desdeñable. Parecer ¿Quién sería capaz de responder a la pregunta de qué es un hombre, sin hacer referencia a todo lo que lo envuelve? Incluso muchos se conformarían sólo con eso, pues el fondo les depara un interrogante, más que una respuesta. En lo más hondo descubren esa falla insalvable, ese falta de saber respecto a la diferencia que hace al hombre… ¿A dónde me conduce todo esto? Antes hablaba de lo invariable. Honestamente, la complejidad se complica. ¿Qué hay, pues, de invariable en el hombre? El órgano. Sí, bien, pero eso no dice nada de su ser. Tal vez sea su resultante, el falo. Bien, pero eso tampoco lo sostiene en propiedad. Entonces, veamos. Si la respuesta es incierta, quizá lo que nunca cambie esté en la pregunta. Ahí está. Es posible que lo invariable se resuma, sencillamente, en que el hombre siempre estará inevitablemente sometido a una demanda que apunta a su ser. ¿Qué es lo que me ofreces, tú, hombre, pues eso dices o pareces ser? Sí, eso es, quizá eso nunca cambie. Y la culpa tampoco.

Es momento de dar el siguiente paso. Si, es cierto, siempre he admirado al padre, al buen padre. Incluso creo haber tenido una especie de vocación de padre. Pero eso no es todo lo que interesa. El asunto no termina ahí. Con el tiempo comprendí que mis anhelos partían de una premisa equívoca. En análisis descubrí que, desde joven, había confundido al hombre con el padre. La ecuación era sencilla. En mi fantasía, la vía del hombre sólo podía ser trazada a través del padre. He aquí que, tan devoto yo, al tiempo respondí a la llamada. Llevé a cabo la supuesta ecuación del hombre… fui padre. Bueno, tuve un hijo y luego fui padre. Creo que ambas cosas no tienen necesariamente que ocurrir al mismo tiempo ¿Y qué resultado obtuve? Claro está que no hubo armonía. El hombre y el padre comenzaron a confundirse y diferenciarse más que nunca. Mi ciencia interior se resquebrajaba. Por un lado, el hombre. Por otro, el padre. Necesitaba una solución distinta a una pregunta distinta. ¿Qué es el hombre? El hombre no es el padre. Entonces ¿qué es el hombre, más allá del padre? He ahí la cuestión. Es curioso, pero así comenzó mi verdadera investigación a cerca del hombre, con la paternidad. Y además lo recomiendo, pues la ocasión te ofrece todo tipo de posibilidades al respecto. Si eres un poco curioso, la paternidad te proporciona, no sólo la más singular de las sacudidas, sino un material formidable para realizar multitud de pequeños descubrimientos. Cuando eres padre, los papás proliferan como salidos de la nada. Cuando te inicias como padre, ya sólo ves hombres con distinto grado de paternidad, del nulo al excelso. El mundo de la progenitura se abre ante tus ojos con todas sus curiosas variantes. Y ahí es donde decidí incluirme como observador, no sólo de los otros, sino también de mí mismo. Por supuesto que mi interés se centró en el hombre. Efectivamente. Quise saber de él. Así que me propuse rastrear su suerte una vez se convierte en padre. Y contemplé para el macho todo tipo de destinos. Pero no hay tiempo para todos. Tendré que decantarme por algunos de ellos. Quizá por los que despuntan en los extremos. Y es que, cuando somos padres, algunos hombres seguimos a lo nuestro, a nuestras cosas de macho, mientras que otros, los homenajeados de esta historia, que no son pocos, respondemos a la paternidad desplegando una especie de mimetismo feminoide. Sí, he observado que hoy día el hombre no termina de encontrar el lugar del padre. Incluso reniega de lo distintivo de éste, dejándose arrastrar por la avalancha maternizante de la política. Eso es. Ese ha sido mi descubrimiento. ¿Qué cosa? Pues que algunos hombres, cuando somos padres, acabamos transformándonos en una especie de madrecitas, con perdón de la expresión.

¿Quién no ha conocido lo que un hijo despierta en una madre? Pura ternura, puro amor, una especie de éxtasis que ya comienza en la gestación ¿Quién no ha sabido del gozo en su mirada? Y eso que la cosa la esclaviza a un único deber. Cuidar, atender y amar… ¡sobre todo amar! Sin embargo, el despertar del padre no es inmediato, y mucho menos certero. De momento el padre es expectación. Incluso vacilación. ¡Pura vacilación! La escena que observa de comunión le remueve en su butaca. ¡O sobra uno, o debo hacer algo! Pero ¿qué algo?... vaya por Dios… pero ¿cómo se es padre? El mundo tiene razones para pensar que la mujer lo tiene más fácil. Primero llevó al hijo en su vientre. Después lo dio a luz. Y ahora se entretiene calmándolo, nutriéndolo, limpiándolo… parecen hechos a la medida. Una y otro se complementan. Pero el padre… ¿qué le queda al padre? Excluirse o persistir. Y vuelve otra vez… pero ¿cómo hace un padre? A veces hace sin saber. Otras con intención. En ocasiones quiere ser como su propio padre. En otras, tal cómo ve a otros padres. Incluso hay algunos que pasan inmediatamente a la acción, aunque siguiendo el modelo de las madres. ¡Pero qué cosa!, dirán. Es verdad. ¡Qué afán tienen algunos!... Y es que no nos damos cuenta que, con tanto ímpetu por resolver el problema de la paternidad, nos olvidamos de la diferencia. Y además, eso de ser como otro padre… ¡Oh!... ¡qué solución más diplomática! ¡Como otro padre! Como si la paternidad se resolviera eligiendo el buen disfraz ¡Qué simplicidad! Pues la paternidad atraviesa cualquier vestimenta con que se cubra. La paternidad se pone en juego en el progreso de una función… queramos o no saberlo. Y en caso de saberlo… ¡Oh! ¡Qué alivio! ¡Qué chamba! Sabiéndolo, la pregunta a formularse ha de ser distinta. Ya no se trata de ¿Cómo se es padre? sino ¿En qué puedo servir a mi hijo… como padre, como hombre?

Existe el mito del padre. Y también el padre que el mundo hizo mítico. Así que, volviendo con el rastro de mis pesquisas, en uno de los extremos situaría esa versión tópica del padre. El padre que todos tenemos en mente. Ese padre que siempre preside la mesa familiar. Que trabaja. Que defiende los intereses de la familia. Un hombre al que se le pide la última palabra. Que pone a los hijos un límite y les da una orientación en la vida. Un padre entretenido en sus labores, talismán de la seguridad de todos. A veces tajante, pero idolatrado y respetado…. Un hombre más de entre el grupo de los machos, entretenido en sus argumentos de poder, preocupado por la potencia y el tener… Un hombre que ve en su hijo el orgullo de su apellido. Su inversión mejorada. El germen de su gran infinito. Y como hombre que es, el amor de ese padre mítico tiene un tinte de pedagogía. ¡Verdad que sí, amigo Unamuno!

Sin embargo, a pesar de lo difundido que está el mito, en mis investigaciones descubrí que el padre clásico se halla en vías de extinción. Dramatizo. ¡Si! es verdad. Pero sólo porque el drama es un buen instrumento de transmisión. Y es que, ¡han sido tantos lugares comunes! ¡Tantos encuentros con padres! ¡Tantos asuntos de padres!… y encima, todos con un chupete por bandera. Algo así como La liga de la Paternidad. ¡Uf!... ¡Qué peligro se corre! Qué riesgo supone ser padre con tanta modernidad. He llegado a observar que, en algunos sitios, la paternidad se ha convertido en el ensalzamiento evangélico del hijo, de los hijos, del concepto mismo de hijo. Y como en esos lugares te descubres en los otros, entendí que aún estaba a tiempo de evitarlo. ¿De evitar qué? De evitar caer en la maldición. Sí. Lo diré con absoluta claridad. ¡El padre ha sido suplantado! Otro padre está colonizando los parques infantiles. ¿Es un padre nuevo?... no lo sé. Pero claramente es distinto. ¿Cómo podría definirlo? Es un hombre, pero no tanto. Es un padre, pero demasiado…. Eso es. Ese nuevo personaje es un hombre tan paternal que no se autoriza a ser padre, sino a ser una especie de madre en versión masculina. De ahí que, atendiendo a sus actitudes, he decidido llamarle el “hombre-mamá”. Y veréis por qué, pues nada tiene de parecido al padre mítico. Tampoco sé dónde buscar su causa, pero me inclino a pensar que el “hombre-mamá” nació con la moralidad moderna. Ésa que lo homogeniza todo… ¡una persona, un voto!... Ésa que alentó el auge político del malentendido de la paridad.

Sigamos adelante. Veamos por donde nos conducen nuestras averiguaciones. La cosa tiene su miga. Ocupémonos, sin más dilación, de nuestro descubrimiento. El “hombre-mamá”. Este hombre moderno nos plantea un contrasentido que debemos analizar. Pues si lo propio de la mujer es ser la madre, al hombre le corresponde ser el padre. He aquí el nudo gordiano. Este flamante padre rompe la coherencia del universo familiar. El “hombre-mamá” tiene aspiraciones y atributos de madre. Es cierto. Lo he visto con mis propios ojos. Tan claro como el agua. Desde mi lugar vigilante le he sorprendido renunciando a sus quehaceres diarios, a su vida social, decidido a hacer de su paternidad un oficio. He intuido su presencia absoluta. Su mirada persistente, casi asfixiante. A su favor hay que decir que actúa pensando en el bien de su hijo, claro está. ¡Su bien, lo primero! Y por ello, si le dicen que hay que estar con el hijo, pues todo el tiempo para él. Y si escucha que es mejor dialogar que imponer, pues todas las explicaciones del mundo. Y si se convence de que la frustración es el germen de la infelicidad, pues todos los reparos posibles para evitarle un mal encuentro. Y es que este padre no soporta ver a su hijo llorar. Con cada lágrima siente el azote de la tragedia en su piel. Ese debe ser el motivo por el que le he visto abandonando sus diversiones y sus ambiciones profesionales, con el objetivo de perseguir el rastro del buen padre. Por ello le he sorprendido evitando el no por respuesta, temiendo causar un daño irreparable. Por ello le he descubierto ofreciéndole al hijo todo y más de lo que estaba en sus manos, pensando ahorrarle el más mínimo trauma. Y finalmente terminé por desenmascararle. Sí. Un buen día me atreví a descubrir las cortinas de su cobijo y le pillé in fraganti. ¡Le desenmascaré! Pues, a resguardo de la opinión pública, le sorprendí cediendo la autoridad al niño, bajo no sé qué pretexto de los derechos infantiles. Incluso se le había olvidado el significado de lo prohibido y del castigo. Pero no le culpo. No es sólo a él a quien debemos señalar. Creo que el “hombre-mamá” no es más que un padre a la medida del momento. Eso es. Un padre del momento. De nuestro momento. El que nos ha tocado vivir. La época de lo global que empuja al hombre a borrar su subjetividad en favor de una respuesta universal. Una época que empuja a los padres a gozar de sus hijos, con todo tipo de mecanismos pautados por un manual, con todo tipo de miramientos voluptuosos. El hombre de hoy soslaya lo particular de la demanda de su hijo, para responder a la demanda que la sociedad le hace como padre. En esas, la pregunta del hombre sobre su paternidad se anula. Es la era del padre global, que no es sino otra forma de nombrar al “hombre-mamá”. ¡Viva el hijo… nuestro nuevo Señor! gritan los padres novicios. ¡Vivan “las (dos) madres” que le parieron! grita la sociedad al completo.

Heroismo y virilidad

por Claudine Foos

"Si un hombre toma con una mujer una iniciativa amorosa y la mujer no se lo esperaba, con el tiempo lo perdonará, por el contrario, si una mujer espera de un hombre una iniciativa amorosa y éste no la toma, no se lo perdonará nunca".

Este era un comentario de mi suegro ( hombre encantador y seductor donde los haya, que encarnaba muy bien la posición viril) Podríamos decir que hoy no tiene demasiada vigencia ya que, las iniciativas, no se suelen esperar. Suelen tomarlas ellas.

Hace unos años, un adolescente llegó a consulta demudado. Entre sorprendido y desorientado contó lo siguiente : iba muy de prisa, y de pronto, en la calle, una chica me dijo" se te cayó el papel", inmediatamente me di vuelta a mirar el suelo, ante lo cual, ella, con una sonrisa , le espetó : "en el que venías envuelto, ¡¡bombón"!!. Al parecer, al relatarlo a su padre, éste, divertido, le preguntó ¿y?, qué hiciste, la invitaste a tomar un café? " Nooo papá!, tenía un sustooo!!".

El SsS : la sabia rezongona casada con un ángel

Me crié en una familia de mujeres, y constituí una de hombres… saquen ustedes sus conclusiones.

Será por este hecho que el tema de estas Jornadas me pareció un verdadero aburrimiento en un principio, para pasar a causarme después. Sin duda, este cambio se operó por aquello que ya es casi una confirmación, y que nuestra colega Rosa López remarcó en la reunión institucional de Madrid : el humor se impone. En esta línea, Too Mach!, desde su mismo título, es ya una invitación al humor. Gustavo Dessal ha conseguido imprimir a este boletín la dosis justa, no exenta de rigurosidad.

¿ Será que las posiciones masculinas lo inspiran, o que éstas se ubican más del lado de la comedia? Sobre ello, otra colega me apuntó : " claro, a los hombres Napoleón, y a las mujeres nos endilgan a Medea, a la mujer de Gide, y así... ya me dirás...". Ciertamente... poco puede haber de comedia en una tragedia, me digo, pero esto no es aplicable a la historia propia cuando se atraviesa un análisis.

Tal vez porque yo misma haya entrado en ese registro respecto de la mía, comencé a recordar anécdotas de mis años de convivencia en el gineceo familiar desde el sesgo de lo cómico.

Los hombres ... ah!...los hombres allí eran vilipendiados, temidos, juzgados, y hasta tratados de estúpidos. Para pasar, a continuación, de estos registros a su decidida exaltación. Así, también se dejaba entrever la añoranza y hasta su respeto e idealización. Un hombre, era algo a respetar y a temer. La figura del patriarca, el abuelo, era intocable en su memoria, una especie de "Ángel" ( al que, debo decir que, tanto mi hermana como yo, no pudimos al cabo de los años, descubrir en su faceta viril : lo dicho, era un "Ángel"...!)

La matriarca - la abuela- reinaba. Desde su metro ochenta y su vehemencia heredada de un código genético donde el sur de Italia azuzaba sus venas, Doña Rosa imponía -o lo intentaba- sus reglas de comportamiento y sus advertencias protectoras frente al macho. "¡Claaaro, le dio el postre y ahí está!", era su sentencia frente al comentario del abandono de un novio.

Difícil, en medio de las convulsiones de un Buenos Aires sacudido por los efectos del mayo del 68, el amor libre, el descubrimiento de Lacan frente a la madre kleiniana, la llegada de los Beatles, y la efervescencia intelectual del medio, tener en cuenta el consejo de la abuela. Porque en Buenos Aires los chicos miraban, los hombres piropeaban, y las chicas hacíamos de nuestra condición uso... y abuso. Aún hoy, los hombres porteños "miran". No sé si como Brummell ( lo dudo mucho), pero lo hacen. Es esa una característica peculiar inalterable al paso del tiempo.

Dicho esto, pasaré al tema que me ha inspirado -junto a mi abuela- este escrito. Se trata del artículo de Miller en Colofón " Buenos días sabiduría”. Éste ha sido mencionado varias veces respecto de Juanito y su legalidad- que no legitimidad- heterosexual. Pero no me detendré en él, sino en otra de las vertientes que el escrito de Kojeve comentado me ha sugerido.

Brummell o el entremés del Dandy

Lo que me ha llamado poderosamente la atención de esta lectura que vectoriza la comunicación de Miller, es que junto a Napoleón (ya mencionado por Vilma Coccoz), Hegel y Sade, Miller - de la mano de Kojeve- incluya al Dandy en la figura de su precursor, G.Brummell, como aquel que "supo ver que el honor y el heroísmo viriles sólo pueden adquirirse a partir de ahora desde lo civil". Hay una secuencia que culmina con mi extrañamiento. Esta comienza con la dupla heroísmo-virilidad. Puede. Esto daría pie a la afirmación de Napoleón frente a Goethe que Vilma nos indicó: en efecto, un hombre lo es no sólo frente a las mujeres, sino también y sobre todo, frente a los otros hombres. Nadie dudaría de la posición viril de Napoleón, tampoco de ese halo de heroísmo que ha hecho a tantos hombres deseables por las mujeres y envidiados por sus congéneres masculinos. Porqué desdeñar a los contemporáneos? El Che Guevara es un buen ejemplo sobre esas características, tanto, que se ha convertido en un mito. No conozco camisetas o posters con Napoleón impreso (ni qué decir de Brummell), pero sí muchos de el Che. Así, sus seguidores -y no todos, sino todo hombre que adhería a una condición política que implicara un riesgo, una apuesta ideológica, un proyecto diferente, unos ideales- se cubrían en la Argentina de los años 60-70 de un halo especial: el brillo del desafío, lo heroico, la excepción.

La mencionada dupla heroísmo- virilidad, merece una reflexión : Miller apunta bien en su artículo, que la figura del héroe nace en la antigüedad clásica. Si Kojeve toma a Napoleón como el último representante del heroísmo, lo hace desde la lectura Hegeliana de la historia (Jena). Pero lo que ésta pasó por alto es que toda condición del heroísmo contiene en sí misma el proyecto, la gesta, o el ideal. Así, podemos pensar en que en ciertos movimientos sociales que produjeron cambios en el mundo contemporáneo, también hubo héroes relativos a esos ideales.

Sin armaduras, pero con corbata

¿Qué le pasaba a Kojeve con los ropajes masculinos? Llama la atención en todo el desarrollo del artículo comentado, su insistencia en el tema de la imagen de un hombre, entendido esto como sus abalorios, aquello con lo cual se cubre (sólo le faltó decir que “el hábito hace al monje”) Llega al punto de ubicar la desaparición de lo viril en el hecho de que, los hombres , en la playa, van sin ropa y las damas los miran : “ Se dan cuenta, antes había que empeñarse en ver a los señores sin ropa. No se paseaban así como así por la playa para que las damas los miraran. Cuando llevaban las grandes armaduras de hierro, desnudarlos era todo un problema , y luego, cuando eran caballeros, para quitarles las botas había que tirar de ellas seriamente. Pero ahora, corren por las playas y las jóvenes los diquelan en cuanto pueden”

Si sólo existen semblantes viriles, no se entiende muy bien porqué ridiculiza y se mofa de los escritores, para a continuación darle al dandy Brummell, el sitio privilegiado -junto a Napoleón, Hegel y Sade- del “heroismo viril”, basándose para ello en su indiscutible elegancia. Así, respecto de Malraux, Hemingway y Montherlant, a quienes define como “ profesionales de la virilidad”, Kojeve se explaya de la siguiente manera :

“Existe una mascarada viril encarnada por el barbudo americano con su fusil, matador de toros, pescador de peces, seductor de mujeres y gran bebedor frente a lo eterno. He aquí todo lo que uds. pueden obtener de los hombres de hoy en día , ese semblante viril”

Si recordamos que existe un Malraux de La Condición Humana y de La Esperanza , como así también un Malraux que organiza un escuadrón internacional en la Guerra Civil española, y si un ejercicio similar nos lleva a Hemmingway, sin olvidar su presencia como corresponsal de guerra en España… la pobreza del personaje de Brummell no puede remediarla su saber estar en sociedad ni su elegancia incomparable, ni tan siquiera sus revolucionarias dotes para anudarse la corbata :

“ Sería injusto negar que los dos primeros ( Napoleón y Byron) hayan ejercido una influencia en sus contemporáneos, pero ninguno de los dos cumplió en el orden político o literario una revolución tan radical como la que Brummell efectuó en el ámbito de la corbata” (La Revue des Deux Mondes)

Miller nos traslada frases de diferentes escritos sobre Brummell. En ellos, el hincapié está puesto en un mostrarse en su calidad de objeto, lo resume bien : Brummell como el "a", y la división para el otro. Pero es bastante rebatible ( e incomprensible) que este personaje pase a representar el "heroísmo viril " de la época, ya que parece reducido a una degradación, tal vez, extrema.

Brummell fue efectivamente un caballero que supo brillar en sociedad. Para ello, se abocó a su cuidado y "hermoseo" personal- cual una dama-, desde la dedicación extrema a su ropa y confección, a los baños de leche ( no se sabe si de burra) que tomaba a diario, tal como se dice hacía Cleopatra. Desde luego, en esa época debía ser uno de los pocos hombres, y mujeres incluidas, que olía bien. Pero esto, siendo importante, ¿es suficiente? Una página de Internet inglesa ( el señor lo era) apunta que fue alumno de Eton y de Oxford, además de haber salido segundo en un importante certamen literario ( lo cual habla de algún talento intelectual más allá de su finesse). Ahorro al lector lo que mi abuela hubiera dicho de este personaje, y llamo la atención sobre el hecho de la correlación que la virilidad tiene respecto del éxito con las féminas. Respecto a ello, nuestro Brummell parece que no tuvo pasiones que trascendieran los tiempos, sin embargo, todos coinciden en que las mujeres caían presas de admiración por su aspecto y comentarios - medidos en tanto hablaba lo justo- y por el peso de su mirada. Cuando se le interrogó sobre este éxito, se limitó a resumir de la siguiente manera su fórmula : "trato a las verduleras como duquesas y a las duquesas como verduleras". Coincido con Miller: la sorpresa debe haber sido una de sus armas predilectas.

Pero, más allá de estas características, este ilustre desconocido para tantos no dejó más huellas de su paso por el mundo y los salones de la época.

Su "heroísmo viril", sea civil o no, no me queda claro, a no ser por su cualidad de fuera de la norma, de excepción frente al "todos lo mismo". Brummell me ha evocado una y otra vez a un personaje contemporáneo, presentador de televisión y radio, culto, con algún libro publicado, muy pendiente de la moda y el arreglo, gran amigo de mujeres famosas, de ácidos comentarios, y crítica cáustica a lo vulgar, a todo aquello que no tenga el brillo de la excentricidad. Todo ello, muy lejano a la idea de lo viril como tal.

La admiración de Byron por Brummell también me ha parecido oscura. Quizás tuviera su asidero en la confluencia de ambos en el cuidado del cuerpo. En efecto, parece que Byron viajaba siempre con un médico, vivía obsesionado por su gordura desde la adolescencia, y se sometía a tratamientos vomitivos y lavativos junto a dietas rigurosísimas para conservar el tipo.

Tal vez, en los salones de la época el dandy en cuestión haya sido una figura fulgurante, puede. Pero todo lo leído me inclina más a pensarlo como un narcisista redomado en una posición que dista mucho de la del "heroísmo".

Me quedo - mujer al fin- con mis héroes , toda mujer tiene alguno/s, que, al fin y al cabo, no son tan diferentes de los de mi abuela : yo también veo adorable a Rodolfo Valentino, y ella estaría de acuerdo en que ciertos hombres encarnan muy bien la virilidad desde la enunciación.

Palabra de amor

por José Rubio

Hubiera podido titular el trabajo: Palabras de amor. Lo pensé, pero esta sola puesta en plural cambia completamente el punto de articulación de la masculinidad que en esta ocasión quisiera presentar. Palabras de amor –en plural- pone el acento del lado de la ternura que, dicho sea de paso, sería un buen tema: la ternura masculina, pero un tanto distante de lo que nos proponen en las Jornadas. A este respecto, como sabemos, Freud en sus “Tres contribuciones a la psicología de la vida amorosa” dice que la masculinidad hace una divergencia entre la ternura (amor) y sensualidad (goce). La apuesta psicoanalítica para el hombre sería la convergencia: amar, gozar y desear a una misma mujer, esta convergencia podría ser, lo indica Miller en su libro “Lógicas de la vida amorosa”, un final de análisis.

Tengo mis razones para mantener en singular el título del trabajo: Palabra de amor, referido a lo masculino y su relación –convergente- con la mujer. Entre singular y plural, hay un desnivel en juego que se capta, por ejemplo, en la diferencia entre decir “palabra de Dios”, o su pluralización : “palabras de Dios”. Resulta impensable que, al finalizar la lectura de un texto bíblico, el sacerdote diga en lugar de “palabra de Dios”, “palabras de Dios”. No voy a insistir, solamente indicar que la relación entre sexos no es asunto de dos, sino siempre requiere un tercero, se trata del gran Otro que, como sabemos, es una figura de Dios. Por ejemplo en el seminario Aún, que será la referencia mayor de este trabajo, aparece esta dimensión del gran Otro muy claramente: página 93 dice: “Por qué no interpretar una faz del Otro, la faz de Dios, como lo que tiene de soporte al goce femenino”. O también en página 101: “A, para nosotros está tachada, desde luego. Si con ese S de A tachado no designo otra cosa que el goce de la mujer, es precisamente porque señalo allí que Dios no ha efectuado aún su mutis.” Se ve bien la referencia a Dios como tercero en las cosas del amor. Estas son las razones para mantener el título de Palabra de amor, como un señalamiento de la referencia a Dios, en concreto que Dios todavía habla –palabra de Dios- y habla principalmente de amor. Se me puede decir que es un enfoque femenino, y ahora se trata de la sexualidad masculina, comandada por el goce fálico, un goce que no requiere hablar. Me refiero al modelo fetichista, así como a la mortificación del Nombre del Padre.

Así pues, para introducir la palabra en la sexualidad masculina, es necesario abrir un poco ese planteamiento, dado que resulta evidente que el hombre goza, desea y también ama a una mujer, no solo goza con su falo (sería una parada machista.). La palabra de amor en el hombre es pertinente porque, sin haber relación sexual, el ser masculino tiene una relación de goce con el Otro –el Otro como partenaire-síntoma- haciendo de él –de su cuerpo- medio de goce. No se trata de una relación con el significante fálico, se trata de una relación con el cuerpo del Otro, donde las palabras tienen un valor fálico, en tanto el significante es medio de goce. Es complicado captar el viraje, pero he encontrado en el Curso de J.A. Miller, El partenaire-sintoma, el pasadizo que da acceso a esta perspectiva, una perspectiva que, si se quiere llamar así, sería de la ternura del macho humano. Veámoslo, en lo que sigue presento un extracto de lectura de las páginas 398 a 411 del curso referido:

Antes del seminario Aún, se considera que hay un goce de la palabra, del blablablá, pero es un goce fuera de sexo, que Miller lo escribe con el matema $ <>A, donde la relación sexual no entra en consideración, se trata de pura relación lingüística. Así enfocado, las posiciones sexuadas se establecen respecto al significante fálico, respecto al puro significante. La no relación sexual, en este marco, se traduce, en que solamente hay relación significante con el falo, no con el Otro, sino sola y únicamente con el significante fálico. De esta manera los hombres y la mujeres son radicalmente distintos y no tienen nada que decirse: cada uno en su casa. A nivel significante es imposible que se comprendan, no hay diálogo. “Ahora bien -cito textualmente a Miller-, pese a todo, los hombre y las mujeres se hablan, dedican mucho tiempo a esto justamente porque es difícil, y entonces es muy importante que hablen. Esto es lo que aborda Lacan en Aún: de qué manera, dado el impasse fundamental, se las arreglan sin embargo para hablarse. ... Que no haya relación sexual no impide que haya una relación de goce con el partenaire-síntoma, en el que uno para el otro es medio de goce. ... Y esto ocurre, si bien no por un diálogo, sí a través de la movilización de la palabra y de la escritura.

Como sabemos el seminario Aún, supone un paso decisivo respecto a la concepción lacaniana del goce, de manera sintética de enunciarlo sería: el significante es el goce, es decir que tanto la palabra, como Otro del significante, deben entenderse como goce, goce –por supuesto, no hay otro- corporal. Cito: “No hay goce del cuerpo sino por el significante, y hay goce del significante solo porque el ser de la significancia está enraizado en el goce del cuerpo.” Esto lo traigo a primer plano por la relación del goce sexual con la palabra, palabra que implica el lugar del Otro. Remarco que el estatuto de la palabra cambia, de ser significación, pasa a ser medio de goce, pues como señalaba Miller: No hay goce del cuerpo sino por el significante, es decir por medio de la palabra, y esto tanto en la mujer como también en la posición masculina. Toda la demostración de Lacan, apunta a que no hay goce bruto, no se puede pensar en un goce anterior al significante.

Para el hombre sexuado, que tiene un cuerpo y no solamente es un sujeto del significante, la mujer es el Otro, pero no el Otro del significante que finalmente lo mortifica, significantiza, sino se trata del cuerpo del Otro. Y en tanto el Otro, para nosotros está barrado, el hombre hace el amor con el inconsciente. Palabra de amor. El inconsciente es que el ser, hablando, goce.

Palabra de honor, como sabemos es un escote imposible del vestido de mujer, elegante y provocativo, siempre a punto de venirse abajo y dejar al descubierto el objeto de deseo. Indica bien la condición perversa del amor masculino, donde él más bien queda callado, no requiere de la palabra para gozar del cuerpo del Otro tomado como objeto pequeño a en la parada fantasmática, parada que cubre el Otro barrado con el objeto pequeño a (perversión del deseo masculino). Atravesar esta parada, requiere que el hombre “crea” a la mujer, es decir se ponga a hablar.



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